ALONSO, RODRIGO, Centro Cultural Recoleta, 2012.
En 1908, Alfred Loos publica su famoso ensayo Ornamento y delito. En él condena la vocación decorativa del Art Nouveau, con su gusto por lo impuro, lo superfluo y lo híbrido. Para el arquitecto vienés, estas cualidades contradicen el desarrollo formal de las artes y su creciente búsqueda de precisión y simplicidad. Así lo reseña Hal Foster en el ensayo Diseño y delito, “Para Loos el diseño del ornato del Art Nouveau es erótico y degenerado, una inversión de la tendencia propia de la civilización a sublimar, distinguir y purificar: de ahí su célebre fórmula, «la evolución de la cultura es sinónima de la eliminación de los ornamentos adheridos a los objetos utilitarios» y su infamante asociación de ornamento y delito”.[i]
Sin embargo, el creador enrolado en el Art Nouveau no respondía exclusivamente a las demandas de un estilo. Era, asimismo, el portador de una filosofía que adhería a la integración del arte con la vida cotidiana, y a la resistencia al avance indiscriminado de la industrialización. En su producto había, además, la búsqueda de una individuación que promovía la interacción entre objeto y sujeto, potenciando la preeminencia de este último.
Arte, forma, función, vida e individuo confluían en su trabajo de una manera que no volvió a repetirse. Y aunque sería imposible revivir hoy ese espíritu, ligado a un momento histórico singular, todavía es pertinente encontrar en él algunas claves que nos permitan repensar las limitaciones del funcionalismo de Loos y su legado en el mundo contemporáneo. “El viejo debate cobra una nueva resonancia hoy en día –asegura Foster–, cuando lo estético y lo utilitario no sólo se combinan, sino que están subsumidos en lo comercial, y todo […] puede considerarse diseño. Después del apogeo del diseñador Art Nouveau, el héroe de la modernidad era el artista como ingeniero o el autor como productor, pero esta figura fue a su vez derrocada junto con el orden industrial que la sostenía, y en nuestro mundo consumista vuelve a mandar el diseñador”.[ii]
La obra de Karina El Azem prolonga y actualiza muchos de estos debates, mediante estrategias formales y conceptuales que le permiten analizar, desarrollar y reflexionar sobre al menos cuatro tópicos derivados de este conflicto legendario: (1) la correspondencia entre delito y ornamento (2) la tensión entre la superficie y lo que pulsa debajo de ella, o las posibles connotaciones que desata (3) la cuestión del sujeto en relación con el diseño (4) el artista como productor social.
La correlación entre ornamento y delito aparece con una literalidad que transita de lo banal a lo siniestro. El uso de balas, sangre, perdigones y otros materiales que remiten sin ambages al universo criminal, como base para la creación de patrones decorativos, pone de manifiesto una imbricación íntima de elementos cuya asociación no es evidente. La repetición de las municiones destacadas en su regularidad formal enfatiza su naturaleza serial, como todo fruto de un aparato industrial para la cual no existe, desde su perspectiva eminentemente económica, ninguna diferencia entre producir el placer o la muerte. En las piezas de sangre y luminol, es el sistema criminal mismo el que se pone en tela de juicio, en sus procedimientos e imprecisiones.
En la mayoría de los trabajos se establece una tensión entre la primera impresión visual y el descubrimiento de la trama que los conforma. Desde lejos, éstos se presentan como una imagen, por lo general geométrica, uniforme y armónica, que en la cercanía adquiere otro sentido. Se produce de esta manera un conflicto entre la estructura formal y los módulos que la sustentan, entre el todo y las partes, que desafía la mirada y promueve el extrañamiento crítico. La relación entre el diseño aparentemente inocuo y la contundencia de los materiales que lo componen (las balas de fusiles Fal 7,62 percutadas, las grillas de balas acomodadas con el mismo patrón de las cajas comerciales) deja un espacio abierto a la interpretación que invita a pensar sobre unos universos que parecían separados por completo.
“Todo el diseño se refiere al deseo –asegura Foster en el ensayo ya citado–, pero extrañamente este deseo parece casi sin sujeto hoy en día, o al menos sin carencias; es decir, el diseño parece desarrollar un nuevo tipo de narcisismo, todo imagen y nada de interioridad, una apoteosis del sujeto que es también su desaparición potencial”.[iii] En contrapartida, Karina El Azem nos ofrece unas imágenes dotadas de una “interioridad” que es, en realidad, una exterioridad, una suerte de trampolín visual que nos proyecta hacia el contexto a medida que nos adentramos en ella. Allí no hay sino un sujeto político, situado, inmerso en una lógica cultural que permite la convivencia entre la belleza y el horror, el placer estético y la violencia.
Así, finalmente, se impone una reflexión sobre el lugar del artista como productor social. No ya sobre la medida en que su trabajo “refleja” aquello que sucede en el mundo, sino sobre el sentido mismo de su práctica de cara a la conformación política de la sociedad en la que vive. Teniendo en cuenta que aquélla forma parte inevitablemente de ésta, de sus imposiciones mercantiles y sus sobredeterminaciones ideológicas, pocos caminos parecen más adecuados que el que El Azem emprende: el de una visualidad y una discursividad críticas.