CASANEGRA, MERCEDES, RIZZO, PATRICIA, Karina El Azem, 2008, Patricia Rizzo Editora.

KARINA EL AZEM y el imaginario argentino entre dos siglos.
Mercedes Casanegra

Karina El Azem comenzó su desarrollo como artista hacia la mitad de la década de los noventa. Cuando ella empezó a trabajar, el grupo de artistas que estaba instalado, en plena ebullición, era aquel que se suele caracterizar como de esa década: Jorge Gumier Maier, Omar Schiliro, Pablo Siquier, Alfredo Londaibere, Miguel Harte, Marcelo Pombo, Fabio Kacero, Cristina Schiavi, entre otros. Karina es una o dos generaciones menor que ellos, pero todos constituían el ambiente artístico y generaban el clima de época al cual ella se integró como artista. Sólo Sebastián Gordín tiene su misma edad, pero se introdujo precozmente en el medio porteño.

Para que el arte de los años noventa en Buenos Aires pudiera «levantar su edificio» y escribir su relato propio necesitó, sobre todo al comienzo, demoler la edificación construida por la generación de artistas inmediatamente anterior, la de los años ochenta. La comprensión que tenemos hoy de aquel período difiere de la que tuvieron los actores mismos mientras los hechos sucedían o eran muy recientes. A partir del cierre de la década precedente, lo que había constituido el regreso a la pintura después del retorno de la democracia (1983), acompasado por tendencias internacionales similares, considerado por los que serían los protagonistas de la nueva escena artística, no dejaba de tener tintes de discurso lírico, solipsista u homogeneizante. Desde otro punto de vista, aquel neoexpresionismo, aunque atravesado por otros recursos y disciplinas, dio lugar también a la afirmación: «Los 80 celebraban la ficción de un mundo de iguales y sin fronteras»[1]. Los noventa, al no pretender ninguna perspectiva totalizadora, se enfrentaron nuevamente a la visión fragmentaria posmoderna tanto de la vida como del arte y, por lo tanto, menos ambiciosa. Era el momento de un nuevo eclecticismo. Se inauguró, entre otras, una tendencia a volver a un arte de ideas, para muchos un neoconceptualismo, que apelaba a lo multidisciplinario para su manifestación. A aquella generalización de «un mundo de iguales y sin fronteras» algunos artistas de la nueva década prefirieron oponer el gesto de acercamiento a lo cotidiano, a lo local, y alejarse así de los grandes relatos. Varios de ellos optaron por tomar para la construcción de sus obras objetos de la vida cotidiana más relacionados tanto al gusto como a un panorama visual localista, característico de determinados grupos sociales porteños o argentinos, estrategia a través de la cual se hacía posible reconstruir núcleos de identidad, entre otros resultados. Uno de los motores del sentido del cambio en los modos expresivos pudo haber sido el de convocar al despertar del costado de la afectividad a través de la elección de esos objetos. Este gesto generalizado en varios artistas estaba dirigido no sólo a las personas habituadas a la frecuentación del arte dentro del sistema del arte, sino a un público más amplio, el de la gente «común». De este modo trabajaron varios artistas de la generación de los noventa, como Schiliro, con sus palanganas de plástico y aceiteras de vidrio propias de bazares de barrio; Centurión, con sus frazadas de tienda baratas, las cuales bordaba. Pombo intervenía elementos prototípicos de la sociedad de masas y de vigencia temporaria, como el tocadiscos Winco o sábanas infantiles estampadas. Gordín realizaba sus maquetas de ciudades, de departamentos, de exposiciones, entre otros. La tendencia se asignaba ciertos visos de arte pop, pero más relacionados con la vida de los barrios no tan centrales de la ciudad de Buenos Aires.

Aunque no suele ser lo que salta a la vista en primer lugar, pues en casos se lo ha tildado de arte light, el fenómeno del arte argentino de los noventa llevó también en parte sobre sus espaldas una vuelta de necesaria reflexión sobre la historia argentina reciente a través de las obras de algunos de sus actores. Daba la sensación de que la generación de los ochenta había actuado a partir de una liberación de ataduras, desde un instinto vital, pero no había asumido la introspección colectiva. Fue el caso de artistas como Rosana Fuertes y Daniel Ontiveros, que tomaron temas como Madres de Plaza de Mayo, Malvinas, el Che Guevara, entre otros. Se verá que parte de la producción de nuestra artista tocará, a su manera, alguno de estos temas.

En aquel panorama tuvo lugar la experiencia del Taller de Barracas con «becas de perfeccionamiento en objetos artísticos» patrocinado por la Fundación Antorchas. Karina El Azem, habiéndose graduado como profesora de Pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón en 1992, se sumó al Taller en 1996. Allí pudo reafirmar su tendencia de búsqueda de lenguajes artísticos fuera de los medios tradicionales del arte y de acuerdo a sus propias necesidades expresivas. Así, recorrió distintas zonas de interés, y su imaginario acudió a otras disciplinas para la creación de su lenguaje, que logró rápidamente una entidad propia. De este modo, se puede recurrir a ciertas ideas básicas y temas que ofrecen la posibilidad de acceder a la obra de El Azem. Algunos de estos son: lo popular, lo ornamental en la arquitectura y en otros, los mitos populares, la violencia imperante, etc. Sin embargo, todos remiten de un modo u otro a rasgos que señalan partes de una identidad argentina.

Ideas y temas principales en la obra de Karina El Azem

Lo popular (urbano porteño)

Una de las líneas de sentido que transita la producción de El Azem es la de lo popular en general y lo popular argentino, desde un punto de vista urbano. Si bien esto derivaría más tarde en su desarrollo sobre la cuestión del ornato que roza también lo popular, desde el principio la artista se inclinó por tratar cuestiones del gusto «común», no aquel de la sofisticación de grandes marcas, negocios caros, ni especialistas en diseño, sino el de barrios de la ciudad de Buenos Aires, más bien de clase media. La primera producción que tradujo esta inclinación fueron las maquetas o modelos de casas, de edificios o departamentos de barrios de la ciudad. Los tipos de modelos escogidos pertenecieron a un tipo de arquitectura correspondiente al período entre los años 1930 y 1950, y en general, no realizada por arquitectos sino por maestros constructores, además de identificarse con un tipo de construcción no muy costosa. Entre ellos hay un ejemplo de un diseño racionalista muy simple que tiene un revestimiento ornamental de piedritas de diversas tonalidades muy característico. Otro es una casita con techo de tejas, que posee el detalle también ornamental de un león dorado, como una escultura de jardín, probablemente de yeso pintado, en el frente que da a la calle. O el Amado Nervo, un teatro de barrio desafectado de su función, cuya parte inferior fue convertida en una florería. Hay también un interior de un departamento de techo bajo y dimensiones acotadas con detalles muy típicos como el empapelado floreado de la pared, los muebles de algarrobo, los rapi-estant, etcétera.

Durante los años 90, a menudo se señaló un tipo de identificación entre esa década y la de los 60. Incluso la Fundación Banco Patricios realizó una exposición que se llamó  90-60-90. Posiblemente, esto respondía básicamente a dos cuestiones: una determinada estética de la pintura pop, de colores planos, pastel, diseños sintéticos; y el ingreso de objetos de la vida cotidiana como las cajas de jabón Brillo de Warhol, o los objetos de uso como los de Claes Oldenburg, o la incorporación del comic y la historieta a la pintura culta. Los artistas argentinos de los noventa apelaron a este recurso también, aunque las connotaciones pudieran no ser similares a las de la dorada década por una cuestión de contexto y tiempo histórico. En El Azem, la actitud de acudir a lo popular no se liga justamente al costado referido al consumo, a lo industrial a gran escala, a lo producido para una sociedad necesariamente de masas, sino más bien a una cuestión de rasgos y hábitos culturales más locales, de economías ajustadas, y a una cierta idea de conservación y de preservación de la memoria de la estética resultante. Es decir, no se puede demoler para reemplazar cuando no hay dinero suficiente.

Ornamento[2] y unidad mínima

Si se tuviera que nombrar la cualidad que la define, o el concepto de mayor intervención en la obra de Karina El Azem, seguramente se escogería lo ornamental en primer término. La artista recurrió a otras disciplinas para encontrar un nuevo alfabeto que le serviría para crear su lenguaje.

El término ornamento –«adorno, compostura, atavío que hace vistosa una cosa»–  en general se ha entendido más especialmente en la acepción relacionada con la arquitectura y la escultura, como «ciertas piezas que se ponen para acompañar a las obras principales»[3]. Sin embargo, este rasgo adjetivante del ornamento se ha vuelto en la obra de El Azem en sujeto, en central protagonista; es decir, casi todas sus obras están atravesadas por lo ornamental para ser vistas como tales, para dar lugar a su expresión primordial.

 Al remitirnos al núcleo mínimo de composición de las obras de El Azem nos encontramos con la unitaria mostacilla que luego se multiplica para componer planos diversos en sus obras. La artista ha elegido este pequeño elemento, que servía antiguamente para realizar objetos y adornos no muy costosos que luego se popularizó en los años sesenta en la confección de bijouterie de estilo hippie, y más tarde se generalizó como una de las artesanías más populares, tanto en otras partes del mundo como en la Argentina. La mostacilla se transformó, de algún modo, en un símbolo del ornamento vistoso, artesanal, semi-industrial, de precio accesible para un rango amplio de personas y que ofrece la posibilidad de construcción de objetos y accesorios, desde los muy sencillos hasta los de una cierta sofisticación y brillo.

Curiosamente, una mostacilla es un abalorio y también «es una munición del tamaño de la semilla de mostaza, que se emplea para la caza de pájaros y otros animales pequeños»[4]. Curiosamente, la artista más tarde incorporaría las municiones y bases de cápsulas de bala como variantes de unidades mínimas, también. No obstante, siguiendo la línea de la etimología, una mostacilla también es una cuenta y el origen de este término actual como «bolilla ensartada» retrotrae a las que «componen los rosarios y sirven para llevar la cuenta de las oraciones que se rezan»[5]. Tanto la primera acepción, relacionada con un uso primitivo como el de la caza de pájaros, como la segunda, cuenta de un rosario, remiten a hábitos tradicionales de larga data, finalmente, a cuestiones de la historia cultural.

Por todo esto, interesa señalar la ambivalencia de esta mínima unidad ornamental que, por una parte, remite a hábitos antiguos o arcaicos y, por otro lado, se propaga desde la posmodernidad como un elemento tanto de confección de adornos domésticos como de atavío personal muy popularizado. Además de haber hecho todo ese recorrido, la pequeña cuenta de mostacilla constituye una de las matrices características de la obra de El Azem como núcleo de una obra de rasgos muy contemporáneos que ofrece una lectura del tiempo presente.

La tendencia a acudir a lo ornamental para la construcción de las obras, aunque de distintas maneras, se encuentra en las argentinas Nora Aslan y sus diseños de tradicionales alfombras de orígenes diversos, en Carolina Antoniadis y en Alejandra Padilla.

Los mitos y símbolos populares y el destino argentino como trama

En el libro que el Fondo Nacional de las Artes publicó en 1999 sobre artistas de esa década, aún no concluida, el historiador Marcelo Pacheco y el artista Jorge Gumier Maier realizaron la experiencia de hacer una selección sin perspectiva, en caliente, de aquellos artistas que en ese momento aparecían como los principales protagonistas del período. De ello resultó un libro de imágenes con un breve pero claro relato de la propuesta y fragmentos intercalados de Tomás Eloy Martínez sobre la historia argentina. El resultado de la revisita a ese libro es, a título general, la percepción acertada que los autores tuvieron sobre la elección de los artistas, que hoy se halla confirmada por su vigencia. Otro corolario es el modo en que algunas de las ideas del escritor allí transcriptas ensamblan con el espíritu de ciertas obras de Karina El Azem, aunque no necesariamente con las que corresponden a la edición y se hallan allí ilustradas, sino también con su producción posterior.

Uno de los primeros textos de Martínez allí incluido lleva por título Mitos pasados y mitos por venir (1991). De manera coincidente, El Azem introdujo el tema de determinados mitos y símbolos populares. Una de esas obras representa a  un Juan Domingo Perón, sólo que en una imagen poco habitual, en actitud de esquiar. La artista la encontró en la sección de un archivo fotográfico dedicado a Perón y los deportes. Si bien parece que la toma fue realizada en Bariloche, El Azem agrega su propia interpretación. Supone que el ex Presidente habría sido retratado en Italia mientras recibía entrenamiento de parte de Benito Mussolini. Plasmó también a Evita, «heroína idealista caída en plena juventud»[6], en una imagen tomada de un retrato formal muy difundido. La artista representó a ambos personajes, históricos y míticos en el imaginario popular, en un mismo material, acrílico que remite al vidrio de color cambiante según la condición meteorológica ambiente utilizado para suvenires, como los legendarios gallito o fragata. Casi en similar plano de sentido hizo a Ceferino Namuncurá y al Gauchito Gil. El primero, beatificado recientemente; el segundo, parte de un santoral profano, pero ambos de gran devoción popular. En estos casos, plasmó sus imágenes con su técnica habitual de mostacillas. En factura parecida acometió también con algunos símbolos nacionales como el escudo nacional y la Pirámide de Mayo. Si bien Ceferino y el Gauchito son personajes oriundos del interior del país, el hecho de hacerlos de este modo los asimila, al igual que todos estos objetos mencionados, a la cultura popular urbana vinculada al arte pop.

Una de las estrategias artísticas de El Azem es la de desplazar o correr ejes de comprensión de ciertos signos, cosas, elementos o situaciones, para que puedan ser advertidos desde perspectivas nuevas, a menudo relacionadas con relecturas de época, o dirigidas a un cierto tipo de provocación, que suele tener como resultado reflexiones y giros de los sentidos habituales y estereotipados de las cosas.

«Este país fue fundado por ficciones», afirma T. E. Martínez con respecto a ciertas narrativas de la historia. Luego agrega: «Forjamos imágenes, esas imágenes son transfiguradas por el tiempo, y al final ya casi no importa si lo que creemos que fue es lo que de veras fue»[7]. La artista suma su propia transformación artística de esas imágenes a esa transfiguración y memoria, a veces distorsionada, dada por el tiempo de estos personajes mitos de la cultura popular; pero, sin embargo, en dirección similar.

La violencia subyacente

La presencia creciente del tema de la violencia, tanto en el arte en general como en el argentino contemporáneo, entrelazado con la historia argentina reciente como también con la del pasado, ha sido de inevitable tratamiento en los últimos tiempos[8]. Uno de los rasgos preponderantes de la cuestión se refiere a las maneras tan diversas en que se ha manifestado esta realidad subyacente, trama no solamente de la historia fáctica sino también de la idiosincrasia argentina en general.

«Abordo diferentes formas de violencia y autoritarismo tan características de nuestra idiosincrasia», afirma la artista.

A partir de 2001, Karina El Azem comenzó a trabajar con municiones y cápsulas de balas, en general utilizadas del mismo modo que las mostacillas. Le interesó tanto referirse a la violencia urbana y cotidiana como a la de grandes conflictos como la Guerra de Malvinas o la Guerra del Golfo.

Para los primeros trabajos de este tipo, apeló al sistema de representación de las figuras de señaléctica de lugares públicos, edificios de oficinas y aeropuertos, entre otros. Así, aparecieron los polirollers o policías en actitud de preparación para el golpe, la mujer con cacerola, como si ésta fuese un arma de defensa. El hecho de usar este tipo de iconografía tan desafectada de cualquier connotación expresionista es típico de las estrategias de la artista de unir dos realidades en apariencia opuestas. Con respecto a códigos de la violencia urbana, la artista descubrió casualmente una serie de códigos internacionales utilizada por los ladrones para señalar la posibilidad de robo en casas, etc. Aparentemente, estas series de signos fueron difundidas hasta llegar a conocimiento de la policía y perder así el sentido de su uso. La artista reprodujo los mismos caracteres en acrílico y perlitas de fantasía, introduciendo otra unidad mínima ornamental a la manera de las mostacillas y municiones, ofreciendo nuevamente una conjunción paradójica: lo delictivo y el adorno femenino. De este modo queda de manifiesto aquel rasgo de la realidad contemporánea en el cual es posible que convivan siniestras realidades junto con apariencias, de festivas a glamorosas. Otro caso de similar asociación son las obras realizadas sobre soporte de acrílico transparente que ilustran bucólicas escenas de ciervos en el bosque, osos, ardillas, o pájaros volando, cuyos marcos están realizados con municiones. El vínculo no es fortuito, ya que esas imágenes fueron tomadas de los grabados artesanales inscriptos en las lujosas armas de caza.

Luego, están las obras sobre grandes contiendas, para las cuales también acudió al recurso de la fotografía de la suma de bases de cápsulas de balas en forma de trama. De este modo, asimiló las de fusil FAL al caso de Malvinas, las de M16 al caso del Golfo. Esas tramas se superponen a tomas de escenas de cada contienda, que podrían ser periodísticas, y que generan así una doble lectura lejos-cerca. En la primera se capta visualmente el momento de la batalla; y en la segunda, la visualización específica de cada cápsula otorga la imagen de la matriz del crimen, sólo que a través de la estetización de la grilla.

Tomás Eloy Martínez caracteriza el caso de la guerra argentina desde su lectura histórica: «…y la increíble pesadilla, en fin, del general borracho que planificó una guerra marítima contra una de las mayores potencias navales del mundo y convenció a la población de que estaba ganando»[9]. Para El Azem, aquella contienda encarna, entre otros, el conflicto bélico del país en su infancia. Al referirse al autoritarismo y violencia de estado ella afirma: «Un tema paradigmático es para mí la guerra de Malvinas, un poco porque sigue siendo un tabú raramente tocado por el arte, y es donde la actitud argentina de suprimir e ignorar la realidad encuentra una de las formas más evidentes».

Conclusiones sobre la obra de Karina El Azem

A través de las diversas estrategias de Karina El Azem se puede adivinar una intencionalidad artística que no sólo se plasma en obras, sino que también proyecta una reflexión sobre el arte en este tiempo. A lo largo de casi todas sus series se advierte no sólo la actitud del provocador desplazamiento de elementos, mecanismo surrealista, anteriormente citado como una constante, sino también en otro tipo de traslación con respecto al lugar y status de la obra artística en la vida de los seres humanos contemporáneos. La artista apeló desde el comienzo a los sistemas decorativos como Arts&Crafts (Artes y Oficios) del siglo xix, cuya principal ideología se resume en haber sido un «movimiento que reivindicó los oficios medievales en plena época victoriana, pretendiendo así la primacía del ser humano sobre la máquina y siendo una corriente en principio contracultural»[10].  Esta elección la manifiesta más bien partidaria de un concepto de arte que, en cierto modo, incluye el sentido de techné de los griegos, más amplio que el que utilizamos hoy en día. Incluía a la labor de todo artífice, y el artista gozaba de condición similar, más cercana a la vida cotidiana. En términos benjaminianos y del siglo xx, se podría hablar de expresa intención de provocar una pérdida del «aura» en la obra desde el punto de vista del acercamiento a la cotidianidad de elementos de uso como mesas, sillas, revestimientos para decoración de interiores, autos, entre otros. Aunque en la obra de El Azem este tipo de desinterés «aurático» no está unido solamente al tema de la reproductibilidad técnica como en Benjamin, ella también acude a esa estrategia al reproducir en películas la matriz de un diseño que luego se digitaliza y se repite en grandes dimensiones en diferentes piezas. Esto tiene que ver también con connotaciones ligadas a la idea de simulacro, rasgo cultural de este tiempo y de su arte. Existe, de algún modo, un tipo de ambivalencia entre su interés enfocado hacia el ornamento ligado a lo artesanal, pero a la vez lo digitaliza y lo reproduce, como las películas de bases de cápsulas de bala. Está en juego de manera constante ese ir y venir entre el arte culto y una pretensión de ampliación hacia el gusto de la gente «común», en contraposición a la idea de la torre de marfil que incluye al artista recluido en ella y a un séquito de intelectuales que lo interpretan. Su serie de naturalezas muertas realizadas con su método de mostacillas –a la manera del Cubismo, entre otros– proviene de esta idea.

Finalmente, uno de los aspectos centrales de la obra de Karina El Azem se vincula con una de las interpretaciones de la llamada muerte del arte, según Gianni Vattimo. Para el filósofo italiano, uno de los aspectos de ese fenómeno es el relacionado con el kitsch[11]: el concepto que, sin nombrarlo como tal hasta el momento, reúne las ideas que hemos desarrollado sobre El Azem. Abraham A. Moles, al analizar el fenómeno del kitsch, lo fundamenta en los cambios sociales que a partir de mediados del siglo xix fueron la génesis de nuestras sociedades. El interés por la vida cotidiana, la importancia del marco material de ésta, la universalidad física de lo artificial[12], son algunos de los aspectos que constituyen el marco de estudio de la presencia del kitsch en la vida, especialmente urbana. Esto marca de modo importante la relación del ser humano con las cosas. En ese intersticio se perfila la obra de Karina El Azem. Su producción se yergue como una reflexión sobre esta realidad tangible en el mundo actual, a la que tantos dan la bienvenida y se sumergen en ella, otros tantos habitan fuera de su órbita e intentan ignorarla; pero, sin embargo, el inconsciente colectivo argentino pasa también por allí

[1] Rep, ’60/’80 Arte Argentino, 2008, p. 68.

[2] Tema tratado de manera especial en otra sección de este libro-catálogo.

[3] Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 2001.

[4] Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 2001.

Nota: si esta nota quedara en la misma página que la nota anterior se puede poner: Ídem.

[5] Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 2001.

Nota: si esta nota quedara en la misma página que la nota anterior se puede poner: Ídem.

[6] Tomás Eloy Martínez, «Mitos pasados y mitos por venir (1991)», en Fondo Nacional de las Artes, Artistas Argentinos de los ’90, 1999, p. 36.

[7] Tomás Eloy Martínez, «Mitos pasados y mitos por venir (1991)», en Fondo Nacional de las Artes, Artistas Argentinos de los ’90, 1999, p. 35.

Nota: si esta nota quedara en la misma página que la nota anterior se puede poner: Ídem, p. 35.

[8] Mercedes Casanegra, «Entre el silencio y la violencia», en Elena Oliveras, Cuestiones de arte contemporáneo-Hacia un nuevo espectador en el siglo xxi, 2008.

[9] Tomás Eloy Martínez, «Mitos pasados y mitos por venir (1991)», en Fondo Nacional de las Artes, Artistas Argentinos de los ’90, 1999, p. 36.

[10] Arts & Crafts en Wikipedia, la enciclopedia libre [en línea].

[11] Gianni Vattimo, «Muerte y crepúsculo del arte», en El fin de la modernidad, 1996, p. 53.

[12] Abraham A. Moles, El Kitsch-El arte de la felicidad, 1973.